Sueños de Plata 2
Según narraba aquel hombre, esa criatura era la más terrorífica que había
imaginado existencia alguna. Tenía apariencia de lobo, pero en contadas
ocasiones se ponía de pie como ser humano. Sus ojos eran rojos cual rubí y sus
garras afiladas e indestructibles como el diamante bruto. La velocidad que
alcanzaba al moverse o atacar no era perceptible al ojo humano y su rugido
paralizaba hasta el más valiente hombre. Habría que cambiar la forma de
atacarle, pensarlo más y, sobretodo, aliarse con los vecinos.
La tranquilidad reinó las dos noches siguientes de luna llena. No hubo
ataques de lobo, ni aullidos, ni gritos. Cada uno se encontraba encerrado en su
casa, pensando e ideando planes de ataque contra la feroz bestia. Muchas
reuniones tuvieron lugar después con los vecinos, y aunque no era agradable
para ninguno de los dos grupos, llegaron a un acuerdo. Doscientos hombres en
total saldrían a buscar la guarida del lobo. Tenían datos de algunas
exploraciones hechas en el bosque y encontraron huellas que conducían a su
interior. Si lo pillaban desprevenido, tendrían alguna posibilidad de acabar
con su vida y con la de su manada.
-No vaya, padre, lo matarán – le supliqué al enterarme de la noticia.
-Tengo que ir, mi pequeña Luna, toda ayuda es poca.
-Entonces deja que vaya.
-No, tienes que quedarte al cuidado de tu madre y tus hermanitas.
-¿Es porque soy una mujer?
-Es porque eres mi hija, y no hay más que hablar – y con un beso se
despidió de todas nosotras. Siempre me ponía la escusa de la obligación de la
hermana mayor. Pero no se daba cuenta de que ya no era una niña, había madurado
y con ello, adquirido habilidades.
Noche larga. La partida del grupo donde se encontraba mi padre marchaba con
rumbo firme hacia el bosque y mi inquietud crecía dentro de mi corazón. Tenía
el presentimiento de que algo le iba a pasar. Podría ser intuición femenina o
como decían algunos hombres, “locura” femenina, pero no me podía quedar quieta.
He sido buena toda mi vida, he obedecido a mis padres siempre, pero esta vez no
podía quedarme allí. En ese momento me encontraba igual que un animal cuando
huele el peligro. Tenía que marchar al bosque. Me abrigué con una extensa capa
con capucha de terciopelo, ideal para el frío polar que nos atacaba aquella
noche. En la mesita de noche encontré la navaja que me regaló mi padre cuando
cumplí dieciocho años. Totalmente de plata, con encajes de esmeralda.
-Esmeraldas como las dos joyas que tienes por ojos – dijo mientras me la
daba. Era un tesoro familiar. Había pasado de padres a hijos, pero al carecer
de varón, me la entregó a mí, su primogénita.
El frío no me molestaba en mi exploración, pero los constantes ruidos que
oía y el temor a perder al ser que más amaba en este mundo hacían que caminara
deprisa, con todos mis sentidos alerta, cual depredador detrás de su presa. Las
huellas en la nieve eran firmes, y a medida que avanzaba, más recientes y más
oscuras. Del blanco invernal, el color de las huellas que divisaban mis ojos
cambiaron al burdeos, y jirones de ropa y armas rotas comenzaban a abundar.
Armas cuyos dueños vi, trozo a trozo, en mi búsqueda familiar. Cabezas humanas
destrozadas, torsos desgarrados y caras conocidas. El panorama era nauseabundo
para una mujer tan joven, pero mis ganas de encontrar a mi padre eran mucho más
fuerte. El único alivio era que allí no se encontraba. Solo tenía que seguir
las huellas de lobo que se alejaban de aquella carnicería.
Pensando mientras andabas llegué a una conclusión que me hizo tiritar. Se
supone que iban a pillar desprevenidos a los lobos, no que los lobos iban a
emboscarles a ellos...
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