ESMERALDA
Esta es la historia de Esmeralda,
una humilde trabajadora de la corte de la Reina.
Era alegre y bastante enérgica, necesario para trabajar en
los establos. Tenía la piel blanca ya que no salía de las cuadras, el pelo
dorado cual destellos de sol, ojos verdes como su nombre y una habilidad con
los caballos heredada de su padre. Huérfana de nacimiento quedó a cargo de la Reina que la encerró en los
establos de niña y no la dejó salir de allí.
-El mundo es muy cruel, pequeña –
es lo que le decía cuando Esmeralda quería salir afuera.
La Reina era una mujer también
muy hermosa, cabellos negros como el carbón pero totalmente enloquecida en
busca de juventud y belleza. Se hacía mayor y no tenía herederos. Su búsqueda
por un marido era cada vez más sangrienta. Toda su corte andaban en busca de
uno y si fracasaban, simplemente desaparecían. El pueblo comentaba que la Reina era una bruja, que
convertía a la gente en animales y monstruos y hacían que se destruyeran unos a
otros.
-¿Habéis oído la noticia? – comentaban
un día los trabajadores de los campos reales.
-Si, la Reina tiene un pretendiente.
Esos días fueron bastante
ajetreados. Todo tenía que estar perfecto para la llegada del Príncipe, los
aposentos, la comida, los caballos…
-Esmeralda, prepara dos caballos,
la Reina y el Príncipe
saldrán a dar un paseo.
Así que le tocó la tarea a ella.
Era la única persona que se acercaba a los caballos. Estos animales no
toleraban que ninguna otra persona lo hiciera.
-¿Están ya los caballos? –
preguntó la voz de un hombre a las espaldas de la joven.
-Sí señor – contestó ella
volviéndose para entregar los animales.
-Vaya – era el Príncipe y se
había quedado anonadado por la belleza de la chica.
-Tome señor – ella le entregó las
riendas con la cabeza baja pero cuando sus manos se rozaron no pudo evitar
subirla para mirar sus ojos.
-¿Pero que es esto? – la Reina estaba en la puerta
del establo.
-He venido a recoger nuestros
caballos.
-Ya veo – la reina hablaba sin
dejar de mirar a la joven.
-¿Nos vamos querida?
-Si, adelántate – le ordenó la Reina. – Tú y yo hablaremos
más tarde.