Herencia familiar.
Pasaban los días y el frío azotaba cada rincón del pueblo.
El aire agitaba las ramas de los pinos y hacía golpear las piñas con las
paredes de los hogares. Ruidos por doquier que sacarían de sus cabales a
cualquier persona pero a los que ya estaban acostumbrados los lugareños de
Lania. La parta más grande de las casas era la despensa ya que en ella
guardaban la leña, cosa muy importante en aquellos tiempos y la comida. La
familia de Roșu era la que mejor pasaba el invierno
ya que, al ser panaderos, poseían grandes hornos que les calentaban toda la
casa y podían prepararse su propia comida. Otras familias como los pastores
tenías que cuidar muy bien de sus rebaños ya que, por ejemplo las ovejas
generaban una gran lana para hacer mantas para todo el pueblo. Eran muy
importantes y podían morir de frío en el invierno o devorados por los lobos.
Tenían que salir a pastar y siempre había un depredador acechando.
Había caído la noche y Roșu se
encontraba sentada junto a una ventana, con la cortina parcialmente corrida.
Sus ojos miraban en dirección al bosque. Aún seguía pensando en aquel enorme y
gigantesco lobo que estuvo a punto de devorarla y de cómo cambió de idea tan
súbitamente.
- Roșu, la cena está lista.
-Ya voy, mamá. – Corrió la
cortina pero en ese segundo que empiezas a apartar la vista le pareció ver a su
abuela parada frente a su cabaña, mirándola sin prestar atención al frío pero
con una gran peculiaridad. Sus ojos no eran como siempre, brillaban con un rojo
intenso.
-¡¿A dónde vas?! – gritaron al
unísono sus padres cuando Roșu salió corriendo de la cabaña dejando la puerta
abierta.
-¡Abuela! – gritó cuando llegó
al lugar donde la había visto pero allí no había nadie. Sólo se escuchaba el
viento y los aullidos y gruñidos de los lobos que indicaba una gran
satisfacción porque habían conseguido algo para cenar. –No – susurró Roșu. Esa
no era buena señal.
-Entra hija, por favor – le suplicó
su madre.
-Ya no molestarán más por esta
noche – comentó el padre al escuchar a los lobos – Ya tienen su cena.
Esa noche no podía conciliar el
sueño. ¿En realidad había visto a su abuela? ¿Era a ella a quien habían
capturado los lobos o se habían cenado a algún pobre animal? Idolatraba a
aquella pobre anciana y al no poder verla al principio del invierno se había
quedado muy preocupada. No quería que el último recuerdo que tuviera de ella
fuera a su abuela tosiendo, muy enferma en la cama. Así que, cuando sus padres
dormían, se levantó, cogió su capa roja y salió al bosque en busca de su
abuela. El camino hasta su cabaña lo recorrió a gran velocidad. Al llegar hasta
el último árbol se paró. Salía humo de la chimenea de su abuela.
-¡Querida! Gracias por la comida
– le dijo su abuela nada más abrir la puerta.
-¡Estás bien! – contestó con un
gran abrazo cuando la vio.
-¿Por qué no iba a estarlo?
-Te había visto esta tarde
frente a la ventana de mi cabaña y de repente ya no estabas.
-¿A si? – No parecía
sorprendida.
-Sí, y hace dos semanas cuando
vine a traerte la cesta de comida no te encontré. Por cierto, ¿dónde estabas?
-En el cobertizo agrupando la
leña.
-Abuela, en el cobertizo no
había más que un…
No sabía cómo explicárselo.
-Será mejor que vuelvas a casa
antes de que se despierten tus padres y ya sabes que madrugan.
-De acuerdo.
-Tranquila, ya ves que todo está
bien.
-Cuídate viejita – y se despidió
con un cariñoso beso.
La vuelta al pueblo fue
tranquila. Roșu pensaba en su abuela, en la conversación llena de incógnitas y
en que por lo menos, se encontraba bien. No pudo irse sin mirar de reojo aquel
cobertizo. La cerradura estaba intacta, sin ningún rasguño y la puerta barnizada.
Es como si no hubiera pasado nada. Algo que no podía decir de su casa. La
puerta se encontraba abierta, los muebles destrozados y sus padres habían
desaparecido.
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